26.NOV Martes, 2024
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Opinión

El ministro Castilla sostuvo el viernes que el Perú podría convertirse en miembro del “Club de los Países Ricos” –la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE)– en el 2021.

Juan José Garrido,La opinión del director
El ministro Castilla sostuvo el viernes que el Perú podría convertirse en miembro del “Club de los Países Ricos” –la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE)– en el 2021. En efecto, en los próximos siete años nuestro PBI por persona pasaría de los US$6,500 actuales a US$15,000, con lo que perteneceríamos a esa élite mundial.

Ayer nuestra actualidad traía una cifra impactante: poco más de un millón y medio de niños trabajan en el Perú. Esto es, alrededor del 23% de los niños entre los seis y los 17 años, por distintas razones y bajo distintas circunstancias, tienen que trabajar a costa de su desarrollo físico y emocional.

Son dos realidades que parecen contrapuestas: ¿cómo seremos en siete años un país desarrollado y, simultáneamente, mantendremos en nuestra estadística a miles de niños expuestos al trabajo informal, y a todo lo que ello implica?

Ese es el problema con los promedios. En efecto, nuestra producción total podrá crecer a niveles que, entre el número de peruanos, nos lleve a creer que estamos codeándonos con Japón, Estados Unidos, Francia o Australia. Y la data no mentirá. Pero la realidad tampoco: posiblemente seguiremos viendo en nuestras calles, en el 2021, a miles de niños vendiendo golosinas, sino metidos en una mina, ganando poco menos de 300 soles al mes.

La solución no es, para los que desean saltar a conclusiones, matar el sueño de llegar a la OCDE, como tampoco lo es imponer todo tipo de sanciones, regulaciones y limitaciones que intenten –porque en eso quedaría, en un intento– frenar el trabajo infantil. Ni nuestra economía paralizada ni un añadido de leyes sacará a esos niños de las calles.

A comienzos del 1800, en la Inglaterra victoriana, el trabajo infantil fue motivo de un amplio debate. Retratado crudamente en la obra de Charles Dickens, niños semiesclavizados cubrían los puestos necesarios en minas, fábricas, puertos y distintos servicios. Al igual que en el Perú actual los ingresos eran un cuarto de los ingresos promedio. No solo se podía abusar de ellos, sino que eran mucho más baratos. La práctica no terminó cuando se prohibió el trabajo infantil sino limitando, primero hacia 1840, el número de horas por día que podían trabajar. Esto es, estableciendo reglas. Con el tiempo, el incremento sustancial de la productividad hizo el resto; eventualmente no era necesario depender de infantes para cubrir los espacios productivos.

Pero hay una gran diferencia entre la Inglaterra de 1800 y el Perú actual, y no me refiero a ideas progresistas sino a instituciones. Ya en el siglo XIX Inglaterra se podía dar el lujo de establecer reglas, que las mismas se pongan en práctica y que, de ser vulneradas, los infractores fueran sancionados. Hoy, a pocos años de entrar a la OCDE, el Perú vive en una precariedad institucional mucho mayor que la de la Inglaterra victoriana.

Vayamos a la pregunta, ¿qué hacer? Lo primero es entender la naturaleza del problema. La gran mayoría de los niños, sino todos, no trabajan porque quieran, sino porque no tienen otra opción. Casi 40% viven en hogares de pobreza extrema; un tercio trabaja para ayudar a los ingresos familiares.

La otra forma de ver el problema, algunos dirán cínica, es preguntarse por las alternativas. Que, lastimosamente, no son jugar en el parque con los amigos, ir a la escuela o acompañar a sus abuelos. Esa no es la realidad. Si no están empujados al trabajo para sobrevivir, están casi obligados a hacerlo para contribuir a su precaria economía familiar. Esa realidad no cambiará con deseos, pero tal vez sí con reglas que faciliten el tránsito por esa realidad.

A riesgo de sonar pragmático en exceso, tal vez lo primero que deberíamos establecer son las reglas que permitan, a quienes deseen, integrarse a empleos formales. Al menos así estarán protegidos, tendrán mejores ingresos y ganarán experiencia para cuando puedan ingresar al mercado laboral adulto. Un trabajo formal será siempre mejor que la informalidad (y baja productividad) a la que se ven obligados hoy. Por supuesto, existirán temas de edad, labores y un amplio etcétera que revisar, pero al menos la posibilidad estará abierta.

Lo segundo sería crear un sistema educativo paralelo que permita aprender, a partir de cierta edad, carreras técnicas. Así estimulamos la educación primaria al permitirles ver un horizonte más temprano de trabajo.

Finalmente está la formación. Estados Unidos es un buen ejemplo: niños y jóvenes trabajan en los veranos –y después de clases durante el colegio– en empleos donde su seguridad física y social no está en riesgo. Un sistema de ingreso progresivo al mercado laboral que quizá valdría la pena analizar para nuestro país.


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