La suspensión de Carlos Ramos Heredia en el ejercicio de sus funciones como Fiscal de la Nación era una decisión exigida por buena parte del país y esperada por todos. Parece evidente que en la medida adoptada por el Consejo Nacional de la Magistratura ha pesado la enérgica posición de algunas instituciones. Por ejemplo, Proética, a cuya presidenta, Cecilia Blondet, Ramos Heredia tuvo la desfachatez de decirle: “Y usted ¿quién es para pedir mi renuncia?” Como si no bastara, en democracia, con ser un ciudadano cualquiera para pedir la renuncia de un funcionario cuestionado.
Dada su vinculación con los casos de corrupción más importantes descubiertos en el país, la suspensión –en lugar de la destitución directa– puede tener sabor a poco, pero es una de las buenas noticias que nos trae este fin de año.
Aunque la suspensión tenga plazo determinado esta historia no puede concluir sino con el alejamiento definitivo de Ramos Heredia del cargo que ocupó hasta hoy, con todos los recaudos del debido proceso.
Cualquiera de las cuatro investigaciones abiertas contra Ramos Heredia justificaba largamente esta suspensión, pero dos de ellas tienen que ver con la existencia de verdaderas redes criminales.
La primera: su inadecuado desempeño como fiscal supremo de Áncash durante el mandato del ex presidente regional César Álvarez, hoy en la cárcel. La segunda: sus vínculos con el abogado Rodolfo Orellana, tardía y confusamente explicados pero no aclarados.
La impunidad con la que han actuado los corruptos podría convertirse en su más grave error si Ramos Heredia paga sus eventuales culpas y nuestras instituciones logran desmontar las organizaciones mafiosas con la que estaría involucrado.
Para ello, es indispensable que Pablo Sánchez, que lo sucederá en el cargo, actúe con la energía e independencia que mostraron en su momento Gonzalo Ortiz de Zevallos o Álvaro Rey de Castro.
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