23.NOV Sábado, 2024
Lima
Última actualización 08:39 pm
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Opinión

En julio de 1992, el Perú vivía, a una escala distinta y salvando las diferencias, lo que hoy vive París. Los ecos de un terrorismo más lejano, atrincherado en las zonas rurales y urbano-marginales, se trasladaron al corazón de nuestra ciudad. El atentado de Tarata, el 16 de julio, destruyó por completo una tienda de mi hermana. Cuatro días después, volaba en pedazos mi oficina del ILD en la que afortunadamente no me encontraba. Al igual que los ciudadanos de París la noche del viernes, los limeños vivimos ese julio de 1992 con la convicción de que en cualquier momento nos despedazaba la muerte.

Por eso, las noticias del viernes 13 nos generan especial zozobra. Conocemos. Sabemos. Y también somos conscientes de que llega un punto en que alguien debe decir basta. Por años se han obviado los avances del Estado Islámico porque las poblaciones afectadas eran básicamente árabes acechados por el extremismo en sus propias ciudades. Por años se ha preferido mirar hacia otro lado, mandando ayuda insuficiente para proteger a millones de seres humanos que, como nuestros campesinos, no le interesan realmente a nadie. Nuevamente, salvando las diferencias, los migrantes que llegan a toda Europa, desesperados por encontrar seguridad, tienen el mismo rostro dramático de nuestros migrantes que huían del terrorismo con sus hijos sobre los hombros.

El terrorismo internacional tiene sus propias dinámicas, pero la barbarie, la locura de los seres humanos, esa que nos acerca a la animalidad, nos define a todos los de esta enloquecida especie. Por eso, los que hemos vivido en una ciudad sitiada por la violencia, los que han sentido el eco de una bomba en la nuca, los que han huido con sus hijos en brazos, saben, sabemos, que el mundo libre (si es que tal cosa todavía existe) ya no puede seguir obviando el problema, porque, tarde o temprano, el terror termina tocándote la puerta.


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