08.JUL Lunes, 2024
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Opinión

Los peruanos nos quejamos de la informalidad, y no es para menos […]

Juan José Garrido,La opinión del director
Los peruanos nos quejamos de la informalidad, y no es para menos: precariza las relaciones económicas, sociales y políticas, son actividades de baja productividad, que degradan nuestras esperanzas de nación y de ciudadanía (como bien sostienen el pasado domingo Julio Cotler y, hoy, Rolando Arellano), entre otras limitaciones a nuestro desarrollo.

Cuando hablamos de informalidad, ¿a qué nos referimos? Y, para ser más claro en la argumentación, ¿de quiénes estamos hablando?

La mayoría identificará a los sectores populares: es ahí donde reside, intuyen, ese 75% de la población económicamente activa (PEA) informal, y ese 45% de la actividad económica desregulada. Y estará en lo correcto; en efecto, los sectores populares y las empresas pequeñas y medianas abarrotan las estadísticas de la informalidad. Pero no acaba ahí, ni por asomo.

Si bien son la informalidad laboral y empresarial las más visibles, y por lo tanto aquellas que antes vienen a la mente, nuestra informalidad es transversal a la sociedad. A ninguno se le ocurre pensar en una de las empresas “top 100” o en un abogado, médico o ingeniero de prestigio como un “informal”, pese a que, de seguro, han participado de un intercambio, una actividad o favor informal. Es casi imposible evitarlo.

La informalidad la entendemos, por sabiduría popular, como aquella actividad que no se ajusta a las regulaciones y a los costes impuestos por el Estado. Si no estás regulado por una agencia estatal y no pagas impuestos, eres informal. ¿Es así? Por supuesto, nadie lo discute. Pero, ¿y si eres una empresa grande del mercado, que se ciñe a las reglas impuestas por el estado y paga todos sus impuestos, eres por definición formal? Puede que sí, pero puede que no. La informalidad no es un eje regulatorio-tributario, sino principalmente institucional: las reglas no se limitan a las publicadas por el diario El Peruano; también están aquellas escritas en la pared. Todos las conocemos, pero somos rápidos en hacernos de la vista gorda.

La informalidad de un jardinero, taxista o abogado es igual, en este sentido, a la informalidad de una “top 100” que a través de un correo electrónico consigue una cita con el órgano regulador, un ministro de estado u otra institución pública. Nadie lo quiere decir, y puede que no sea nuestra peor tara a futuro, pero no podemos pretender cambios transversales en la sociedad si la punta de la pirámide no entiende su rol en el camino al desarrollo.

Muchos estarán pensando en los correos electrónicos del ex premier Cornejo, desclasificados recientemente. También yo. El problema es que para muchos es un caso que debemos esconder baja la alfombra; total, los informales son las clases populares, que no entienden de ciudadanía y respeto por las leyes, ¿verdad?

Si es así, ¿entonces cómo llamamos a esas relaciones que circundan el ámbito legal, que se aprovechan de una conexión especial para lograr un beneficio que no se hubiese logrado de otra manera? Es informalidad; no será pura y dura, pero es informalidad a fin de cuentas.

Si nos adentramos en ese tipo de informalidad, de cuello y corbata por decirlo de una manera, veremos que se asemeja al comportamiento mercantilista de los modelos proteccionistas y nacionalistas. No es este gobierno, por cierto, el origen de ese comportamiento; de hecho, sería difícil ubicarlo. El mercantilismo se ha practicado desde siempre, en distintas latitudes y en diversas industrias. Países como Brasil y Argentina, por ejemplo, basan su modelo de desarrollo en estas líneas: las grandes empresas reciben prebendas y recursos a precios modestos a cambio de una relación amigable con el poder de turno. Nuestro modelo, supuestamente de mercado en la producción de riqueza, es por definición distinto: los beneficios se producen en la subasta diaria en la que participan productores y consumidores, sean grandes o pequeños.

Parte importante de las reformas económicas dispuestas en los noventa estaban dirigidas a desmoronar ese sistema mercantilista reforzado con las medidas socialistoides de los sesenta, setenta y ochenta. Nunca nuestro empresariado tuvo tanta necesidad de relacionarse informalmente con el estado como en esas décadas: controles de precios, impedimentos a la importación de bienes y servicios, absurda y abrumadora regulación estatal, compras y gasto público dirigidas, y empresarios fascinados con todas estas prebendas, entre otras razones, forjaron un sistema informal en la parte más alta de nuestro ecosistema empresarial.

Haría bien este gobierno en revisar sus premisas y decisiones. Retrotraer esa mentalidad será más difícil que regresar al 7% de crecimiento.


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