Pasamos mucho tiempo enumerando nuestros problemas y criticando las políticas públicas. Estas reflexiones son, sin duda, necesarias; pero pocas veces están destinadas a crear consensos que permitan ejecutar soluciones concretas, políticamente viables y que, a la vez, contemos con la tecnocracia necesaria para llevarlas a cabo.
Lo primero es partir por un objetivo central; creo que los peruanos, si de consensos se trata, tenemos como prioridad crecer económicamente a tasas que nos permitan reducir la pobreza, la desigualdad y que, con base en un mejor gasto social, integren a más peruanos a la modernidad.
Crecer es, entonces, fundamental en el corto plazo. Mayores tasas de crecimiento económico significarán mejores ingresos y mayores tributos (mejor educación, salud, infraestructura y gestión pública); si somos coherentes, ambos componentes mejorarán nuestro perfil de competitividad y productividad.
Salvo que el lector haya invertido –en exceso– en literatura marxista, la teoría moderna relativa al crecimiento económico es bastante simple y sencilla: hay que mejorar la productividad y la calidad institucional. Lo primero permite ser competitivo en los mercados globales; lo segundo asegura una sociedad responsable, madura, honesta, culta, desarrollada.
Si el Perú no crece por encima del 5%, será muy difícil reducir la pobreza y la desigualdad, con lo cual ponemos en riesgo la legitimidad del marco económico peruano, aquel que se vislumbraba hace pocos años como el de un “milagro económico”. Reducir la pobreza será imposible, existirán mayores incentivos para la retórica populista y extremista, además incentivaremos la conducta mercantilista de algunos empresarios. Nada positivo puede salir de ello.
Por otro lado, crecer bajo un modelo más adecuado podría reducir la informalidad, y con ello mejorar aún más nuestra productividad promedio. Reducir la informalidad mejorará de igual manera nuestra recaudación, limitará el comportamiento rentista y reducirá (si va acompañada de mejoras institucionales) la corrupción local.
En resumen, deberíamos apuntar a dos objetivos: mejorar nuestro crecimiento potencial (con base en mejoras en nuestra productividad) y nuestra calidad institucional. Para ello propongo trabajar en cuatro áreas de manera simultánea: la primera es la reforma del Estado (lo cual implica trabajar en tres componentes); lo segundo es apostar por el crecimiento sobre la base de reducir la carga regulatoria y tributaria; lo tercero es aumentar los niveles de competencia en los distintos mercados; y, finalmente, invertir en nuestro ecosistema institucional. La educación, salud e infraestructura, en este marco, deben acompañar el proceso de reforma con base en shocks a fin de impulsar la mejora de nuestro perfil competitivo y de inclusión social.
Reestructurar el Estado es una prioridad; se necesita, es cierto, de un consenso político. Debemos mejorar la gestión del aparato estatal, de los servicios públicos, y ello pasa por desregular (reducir la carga innecesaria de trámites y procesos), mejorar las competencias y, sobre todo, cambiar la filosofía del burócrata promedio. El Estado debe promover el desarrollo, no limitarlo y menos aún condenarlo. Los peruanos debemos sentir que, para quienes quieren crear empresas e impulsar ideas y productos, el Estado es un colaborador, no un saboteador y menos un extorsionador.
Desregular tiene, en este sentido, dos beneficios: aminora la carga del servicio público (y limita la capacidad de corrupción) e incentiva a quienes desean emprender negocios de manera formal. Si el Estado Peruano quiere demostrar coherencia, desregular es una señal inequívoca de aquella apuesta. Eso sí, desregular implica (si no deseamos convertirnos en el Lejano Oeste) mejores instituciones. Sin instituciones que velen por el cumplimiento de las leyes, la desregulación puede crear incentivos perversos para los informales y los mercantilistas.
Para que los empresarios piensen en los consumidores y en el mercado (y no en buscar padrinos en el Estado), lo mejor es crearles competencia. La competencia aumenta donde hay bajas barreras de entrada (desregular, de nuevo). Barreras a un sector específico significa menos competencia, lo cual incentiva un comportamiento rentista. No siempre es así (dependerá de la frontera tecnológica de cada sector); pero es casi seguro en un país de baja calidad institucional como el nuestro.
Finalmente, están las instituciones. El economista chileno Sebastián Edwards, hace poco, calculó que perdemos 3% al año por culpa de nuestra precariedad institucional. No solo significa mejorar las instituciones, sino también la coordinación interinstitucional y, sobre todo, dar cuenta de lo que hace el Estado, transparentar la gestión pública (luchar frontalmente contra la corrupción).
La educación, salud e infraestructura son apuestas en las que el sector privado puede aportar mientras el Estado hace su trabajo. De hecho, ya ocurre. Ojalá estas líneas aporten al debate actual.
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