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Opinión

“Es un placer invitaros”, dice un correo electrónico que va al spam. “Ser jodidamente…”, escribe un columnista en el diario más formal del país. “Invitaros” suena ridículo; “jodidamente”, normal, y “spam”, trivialmente claro.

Muchos términos no significan lo mismo que hace 10 años. Hay palabras bestsellers, como “bestseller”, y otras son olvidadas. ¿Quién las inventa?, ¿quién decide cuándo son aceptables, habladas o escritas?

Hay cosas que queremos. Las logramos combinando intenciones y acciones. Otras, como los fenómenos naturales, podemos con acciones —no todas— preverlas y protegernos de sus consecuencias. Pero no responden a intenciones, por lo menos no a las nuestras.

Y las hay, lo económico y lo lingüístico, chúcaras y desconcertantes. Somos sus agentes, pero no sus propietarios, las tenemos, pero también nos tienen a nosotros. Entonces, nos encanta crear instituciones para planificarlas o regularlas.

¿Alguien dijo Academia de la Lengua, BCR, o Gosplán? Si la primera no se toma demasiado en serio, encauza, analiza, formaliza y propone, puede hacer contribuciones interesantes. En cuanto al segundo, depende. Si, dentro de ciertos márgenes, se entiende los límites de su poder, sirve. En cuanto al tercero, solo trae tragedia.

Las acciones de los seres humanos —hablar, escribir, producir, intercambiar bienes e ideas— dejan huellas importantes, pero tienen menos que ver con nuestras intenciones y planes de lo que quisiéramos, y más con una lógica que nos trasciende y con la suerte de lo que admitimos. El secreto es encontrar el término medio entre la omnipotencia y la impotencia.


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