26.ABR Viernes, 2024
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Opinión

Estuve con un grupo de jóvenes —cultos, interesados en la actualidad, ambiciosos y normativos, de esos que uno quiere tener como alumnos o hijos— en un taller para discutir cómo ven el futuro, su futuro, en un mundo turbulento que ellos mismos habían definido en sendos ensayos. ¿Cómo cambiaban sus planes y perspectivas?

Pactamos una regla operativa: los celulares quedarían apagados, fuera del cuarto donde se desarrolló la actividad. Una hora intensa, enriquecedora, de participación plural, pareja y plena.

Cuando terminamos, no ocurrió lo que suele pasar en aulas, salones de conferencias o auditorios para conciertos. Esa suerte de limbo en el que muchos se detienen para comentar –o usan como transición hacia el afuera y la rutina– no se dio, para nada. Todos se abalanzaron hacia la mesa donde habían dejado sus aparatos y, luego de prenderlos, se enfrascaron con pasión y cierta angustia en las pantallas.

Todos conocemos la sensación de urgencia luego de haber aguantado las ganas de ir al baño por un tiempo importante. El llamado no respondido de la naturaleza impone una cuota de malestar, inquietud, dificultades para concentrarse y mantener el foco en una tarea, entre otros. Poder sobrellevar lo anterior es señal de madurez, educación y fuerza de voluntad, pero no es algo que se hace impunemente. Cuesta. Como lo demuestra el alivio y la intensidad cuando hacemos lo pospuesto en aras de la etiqueta.

No es que yo no hubiera sentido ganas de hacer lo mismo que ellos. Una cierta conciencia de mi papel de adulto y ejemplo me lo impidió. Pero es evidente que tenía razón quien dijo que la tecnología puede terminar siendo indistinguible de la naturaleza.


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