22.NOV Viernes, 2024
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Opinión

Cuando uno pregunta qué cambiarías de tu estilo, las respuestas se agrupan en dos categorías generales: ser más o menos duro, más o menos sensible, más o menos tolerante, vale decir, como que unos quisieran ser más peluches de lo que son y otros menos. Más allá de lo que podríamos hacer con una varita mágica, ¿es posible?

Supuestamente, la personalidad está grabada en la roca de nuestros genes y se define a lo largo de cinco grandes dimensiones: más o menos sociable, más o menos estable, más o menos racional, más o menos dependiente y más o menos pegado a la letra.

Es cierto que, desde el nacimiento, los individuos se diferencian por estilos de funcionamiento, pero que uno haya sido apacible o intenso en los primeros días no predice demasiado. Aparentemente el entorno —entre eventos y crianza— ejerce influencia. A fin de cuentas, solo el 40% de la variabilidad en la población estaría determinada genéticamente. Además, no existe hasta el momento ningún gen particular cuya relación con alguna de las dimensiones mencionadas se haya podido demostrar.

Lo verdaderamente interesante, con respecto del primer párrafo, es que cambios importantes suelen ocurrir en la adultez temprana, pero también luego de los 60: más predecibles, menos extrovertidos, más flexibles, menos agradables, sí, todo ello puede ocurrir, como parte de la edad y/o ciertos acontecimientos: divorcio, desempleo, mudanza, por ejemplo.

Nada está dicho, entonces, con respecto de ciertas maneras de ser, siempre y cuando puedan ser definidas en términos de desempeños, lo que permite trabajar sobre cambios modestos pero reales.


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