26.ABR Viernes, 2024
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Opinión

No sabemos si Adán amó a Eva. Evidentemente Caín no amó a Abel. La Biblia hebrea se demora en conjugar la palabra ‘amor’ y la primera vez que lo hace no se refiere a esposo y esposa, tampoco a madre e hijo. “Toma a tu único hijo, a tu amado y ofrécemelo en sacrificio”, le dice Dios a Abraham.

Sí, el primer amor llamado por su nombre fue entre un padre y su hijo. Un vínculo brutalmente puesto a prueba en nombre de la obediencia y la posteridad. El mensaje: si estás dispuesto a renunciar a ese hijo, te haré patriarca, tu descendencia se contará en millones y tendrás a todas las naciones de la tierra a tus pies. ¡Total, los espermatozoides sobran!

Y en casi todas las especies no solo sobran, también bastan. En la nuestra es diferente: la paternidad se construye más allá de ese aporte minúsculo e invisible, basado, en última instancia, en la fe.

El padre no lleva la vida en su seno, ni la pare en el dolor, ni la amamanta. Pero sí la adopta, la descubre, la asume, la lucha, y el vínculo termina siendo una responsabilidad electiva, simbólica, que supera, por lo menos parcialmente, los equivalentes del sacrificio bíblico: te abandono para continuar corriendo aventuras, seguir desparramando esperma, sostener un vagabundeo despreocupado, siempre posible, a veces tentador y, miremos a nuestro alrededor, desgraciadamente frecuente. O te pospongo frente a la obsesión por obtener cada vez más logros materiales y profesionales, por acumular poder y tener a muchos rindiéndome pleitesía y obediencia.

El domingo celebramos ese primer amor. Improbable, electivo, poderoso, bello, fundacional, dinástico y, también, muy pero muy tierno. ¡Feliz día, papás!


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