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Opinión

“De pronto, militar y policía se habían convertido en enemigos del pueblo”.

Sociólogo y comunicador

De niño, como muchos niños de mi generación, jugaba a ser un miembro del comando especial que derrotaba al nazismo, un agente infiltrado en dictaduras salvajes, un joven jedi que sometía al invencible lado oscuro. Cuando fui universitario esas fantasías se evaporaron para siempre. No fue difícil. Eran los ochenta y las violaciones de derechos humanos se sucedían unas tras otras contra campesinos indefensos, periodistas avezados y defensores de derechos humanos, entre otros ciudadanos. No podía entender cómo quienes nos debían proteger de los salvajes terroristas entraban al mismo juego de ellos, destruyendo la confianza que debían generar en un pueblo abandonado, derrumbando así la oportunidad de empatizar con millones de ciudadanos en la búsqueda de espartanos que nos salvaran de esa gran masacre. De pronto, militar y policía se habían convertido en enemigos del pueblo. Representaban lo contrario de lo que había admirado de niño. Los veía obtusos, ignorantes, prepotentes, incapaces de operar con capacidad estratégica y habilidad táctica.

Felizmente con el tiempo tuve otras señales. Leyendo a Richard Sennett comprendí que la modernidad le debía grandes cosas al militarismo. Además de los avances tecnológicos –como la Internet–, el mundo actual heredó de la inventiva marcial disciplinas fundamentales como la logística. Antes de la segunda guerra, el capitalismo crecía a tropezones hasta que el diseño de procesos y la gestión de los recursos se convirtieron en factores claves para la realización de estrategias militares. Luego se trasladaron a toda la sociedad y se hicieron sentido común.

Antes había leído el imprescindible libro titulado El Arte de la Guerra. En sus páginas comprendí que el militar exitoso no es un destructor despiadado sino un ajedrecista que gana batallas antes de declararlas, que vence a sus enemigos sin humillarlos, para cuidar que su triunfo sea duradero. Sun Tzu dice que el mejor general es, en realidad, un héroe anónimo: logra sus propósitos evitando la guerra y nadie se entera. Cero costo para el país. Pura ganancia para el pueblo.

A pesar de mis lecturas todavía los policías me dan miedo, lamentablemente. Y los militares, después del fujimontesinismo, no parecen haber revertido el estigma de corrupción que aún los acompaña. A veces parecen una facción dentro del Estado más preocupada por sus beneficios corporativos que por el servicio a la nación. Sin embargo, esta semana, con las condenas a los criminales de Accomarca, uno recupera el sentido de justicia que tanto extrañamos los peruanos. Y la esperanza de contar con unas Fuerzas Armadas y policiales inteligentes, sagaces, entregadas a la promesa republicana. Espero que estas sentencias realmente dignifiquen a nuestros soldados. Y espero que el nuevo gobierno impulse las reformas respectivas sin reservas ni reparos.


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