Las ciudades que visito al sureste de Florida se ven igual. El ambiente no ha cambiado en estos treinta y tantos días de Donald Trump. A donde voy converso con grandes y chicos. Les pregunto por la situación política del país y la mayoría me responde con evidente displicencia, la misma que se expresa en el mayoritario ausentismo electoral. Unos adolescentes me dicen que cuando tengan edad de votar, no ejercerán ese derecho porque las cosas no van a cambiar. Les insisto: ¿pero ustedes saben que las decisiones de los gobernantes afectan nuestras vidas? “Es verdad”, me dicen, y luego viene un largo silencio. Así, en este país donde todo parece funcionar, algo me resulta familiar.
Entre ciudadanos informados escucho más matices sobre el fenómeno Trump de lo que CNN y Fox suelen comunicar. Un simpatizante demócrata metido en el cosmopolita mundo de los audiovisuales me dijo: “Esta es una reacción al avance de las minorías. A los blancos se les ha ninguneado hasta convertirlos en algo malo y retrógrado. Ahora Trump habla fuerte por ellos”. Una mujer que trabaja en una universidad me cuenta que no votó por él siendo ella una simpatizante republicana. Le parecía grotesco. Pero ahora, sin compartir sus medidas, observa un liderazgo transparente, que dice lo que piensa aunque sea incorrecto. Y esa actitud desafiante denuncia la mentira y la manipulación tradicionales de Washington.
Trump no sube en las encuestas de popularidad como los anteriores presidentes pero el electorado que lo llevó a la presidencia sigue firme en sus expectativas, mientras la bolsa de NY está entusiasmada. Trump se abrió varios frentes desde el inicio –esta semana sigue lo de Rusia y México se ha parado fuerte– pero eso no parece amilanar su estilo frontal e imperativo. De hecho, sus seguidores celebran, entre bromas o en serio, la defensa de ciertas posturas conservadoras que se mezclan con demandas proteccionistas contra la globalización y sus efectos. No hay nada oculto.
Y cuando pregunto por las protestas antigubernamentales, la opinión también es distante. “Son importantes pero al final no logran nada”, me dice un muchacho con pelo largo que probablemente no asocia su look a la herencia hippie. En fin, así paso la semana saltando de una ciudad a otra. Aquí, como en nuestro país, la realidad de los políticos no es la misma que la realidad de la gente. Es verdad que Perú y EE.UU. se sostienen en sistemas institucionales y culturas diferentes, pero el malestar público es parecido.
El advenimiento del antipolítico es una realidad en Norteamérica y tiene, lamentablemente, raíz para crecer. Donde ando se observa regresión y se respira normalidad. Será por eso que el ambiente me parece tan familiar.
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