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Opinión

No le falta razón a Alberto Fujimori cuando, desde la cárcel, recuerda que es “el arquitecto de la democracia moderna” y “quien generó la Constitución que hoy todos respetan” (El Comercio, 5-4-17). Cuando Fujimori se refiere a “la democracia moderna” hay que entender que se refiere a la democracia peruana actual, con todos sus pros y sus grandes contras, y no a la democracia de ciudadanos de las sociedades políticamente más avanzadas; y que cuando alude a la Constitución se refiere al texto vigente, que promovió e hizo aprobar, y que se ha convertido en palabra santa para muchos, hasta el punto de que quien se atreve a proponer su reforma, sobre todo del capítulo económico, resulta fulminado de inmediato por los profetas del libre mercado.

Este es el dilema de los fujimoristas explícitos y de los otros: se desmarcan de Fujimori pero aplauden su Constitución, es decir, avalan y defienden el actual régimen político extremadamente presidencialista, la primacía abusiva del mercado, y el arrinconamiento del Estado, con el consiguiente maltrato y desprecio por las instituciones y los espacios públicos.

El autogolpe que critican o condenan casi todos los sectores políticos es el mismo golpe que abrió el momento constituyente. Ese es el relegado origen de la Constitución que sigue marcando el norte del régimen político y, sobre todo, económico. Dicho esto, además, sin olvidar que el resultado del referéndum fue muy estrecho: 52.2% por el sí y 47.7% por el no.
Y sí, pues, sí: Fujimori usó la metáfora adecuada cuando el último 5 de abril afirmó que es “el arquitecto de la democracia moderna”. Y, quiéranlo o no, tiene bastante razón al decir que “lo único que hicieron los opositores fue borrar mi firma”. Negarlo es lo mismo que ocultar los pecados debajo del escritorio.


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