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Opinión

Ahora se llama bullying pero, en los colegios siempre ha habido alguien a quien “se agarraba de punto” para volverlo blanco de burlas y maltrato. La víctima suele ser una persona tímida, o con algún defecto físico, o simplemente aquella que el bravucón de turno decida señalar.

Este comportamiento suele acabar cuando se concluye el colegio (como dicen, probablemente el “buleado” termine siendo tu jefe). Pero no siempre es así.

Los bravucones tienen pocos valores; suelen tener baja autoestima y humillar a otro los pone en un lugar superior, al menos en su percepción. Buscan al débil porque tienen poca empatía y son cobardes. Pero eso no les basta: necesitan estar validados por un grupo que les dé seguridad y celebre sus ocurrencias.

Nunca se atreven a un enfrentamiento en igualdad de condiciones: son pistoleros que disparan a quien está desarmado.

Fuera del colegio, el bravucón necesita recrear ese entorno que le genere seguridad para elevar su poca autoestima. A diferencia del abuso de autoridad, que parte de un poder formal, el bullying lo puede hacer un colega, vecino o congresista; un locutor de radio o televisión, e incluso un miembro de la familia. Pero necesita no tener cerca a quien lo pueda enfrentar o desmentir y un coro de ayayeros que aplaudan sus abusos, generalmente por temor a convertirse en víctima a su vez.

El maltrato a un empleado que necesita trabajo se conoce como abuso de poder; pero un congresista (un voto nomás) que amenaza desde su curul e inmunidad, o un locutor que insulta desde un set o cabina son solo versiones adultas del bravucón escolar que no ha podido superar los factores que lo llevaron a esta conducta: familia poco cohesionada, incapacidad de ponerse en el lugar del otro, haber sido a su vez, víctimas de violencia.

Cualquiera que sea la causa, todos le hacen daño a la sociedad y nos impiden desarrollarnos como país.


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