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Opinión

En enero de 2016 fueron divulgadas las fotografías de una estatua de Mao Tse Tung de 37 metros de altura y bañada en oro, erigida en su provincia natal de Henan. Según agencias oficiales chinas, el monumento fue financiado por un grupo de empresarios y construido por campesinos que aún idolatran al hombre que en 1949 instauró el comunismo en China.

Es obvio que la glorificación histórica de Mao como fundador de la República Popular China provoque que los ciudadanos de ese país lo consideren como su “padre de la patria” a pesar de que su política del “Gran Salto Adelante” (1958-1961) – basada en la creación de comunas de campesinos no especializados en lo que producían e improvisando una precipitada industrialización– ocasionó la muerte por hambruna de unos 20 millones de personas. Este desastre hizo que jóvenes del Partido Comunista Chino (PCCh), entre ellos Deng Xiaping, sustituyeran al líder y buscaran un punto medio entre el comunismo y el capitalismo. Sin embargo, Mao retomó el poder ordenando el asesinato de Deng y sus camaradas –que lograron escapar– y fomentó la “Revolución Cultural” (1966-1969), que sumió de nuevo a China en las tinieblas de la persecución, masacres y aislamiento. En los setenta, Deng Xiaping volvió de la clandestinidad y reintrodujo la meritocracia de Confucio y el libre mercado, comenzando las reformas que hacen de China la potencia industrial y económica actual.

La decisión del presidente Xi Jinping de demoler la gigantesca estatua de oro de Mao y la manera discreta como dejaron pasar en setiembre de 2016 el aniversario de 40 años de su muerte demuestran que la mayoría de los miembros del muy capitalista PCCh tienen como referencia a Deng y no a Mao. Deng es más “aMao”.


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