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Opinión

El resultado de las llamadas Guerras del Opio entre el imperio británico y el chino en el siglo XIX trajo como consecuencia que la entonces poderosa fuerza naval de la reina Victoria le impusiera al emperador Daoguang ceder a los vencedores un territorio de la costa sur de China, Hong Kong, como colonia.

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El resultado de las llamadas Guerras del Opio entre el imperio británico y el chino en el siglo XIX trajo como consecuencia que la entonces poderosa fuerza naval de la reina Victoria le impusiera al emperador Daoguang ceder a los vencedores un territorio de la costa sur de China, Hong Kong, como colonia. Por eso, desde 1842 esa región fue gobernada por los británicos hasta ser devuelta en 1997 respetando el sistema de “un país, dos sistemas” con el cual se garantizaba su libertad económica y política.

Con Hong Kong como región administrativa de China se conformó un Consejo Legislativo de 60 miembros, cuya mitad era elegida por sufragio universal y la otra por sectores vinculados al gobierno de Beijing. Gradualmente, el Partido Comunista Chino quitó derechos a los poco más de 7 millones de habitantes de la región cantonesa y en junio de este año fue juramentado como jefe del legislativo Leung Chun-ying, con los votos de un comité empresarial nombrado por el PCC. Así comenzaron las protestas populares contra el fin del derecho al sufragio, cuestión que presagia una futura censura a las libertades que el resto de los chinos no gozan.

Así nace el grupo Occupy Central, liderado por estudiantes que exigen un cambio de ley electoral y que el gobierno central no se involucre en las próximas elecciones regionales de Hong Kong. Las multitudinarias protestas colocan al PCC frente a un dilema: negociar una salida elegante, aparentando firmeza pero cediendo en algunas demandas, o una masacre como la perpetrada contra el movimiento estudiantil en la plaza de Tiananmén hace 25 años.

Es David contra Goliat, o en mi imaginario chino-cantonés: Hong Kong contra King Kong.


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